Mientras el Senado de la República usa la televisión para presumir las leyes que aprueba para proteger de la prostitución a menores de edad, la trata de personas se extiende en el sur del país, alentada por el machismo y la corrupción.

Mujeres de 10 a 35 años, mexicanas, centroamericanas, colombianas y cubanas, son contratadas como meseras, ficheras o prostitutas a cambio de dinero o de papeles migratorios.

Las bandas de tratantes y narcotraficantes son los dueños del asqueroso negocio, toleradas por autoridades municipales, estatales y federales que son halagadas con servicios gratuitos de las mujeres y pagos en nómina.

En Tapachula, Chiapas hay mil 552 cantinas con chicas - cinco por cada escuela - además de tugurios clandestinos, entre los operadores del negocio hay taberneros, hoteleros, restauranteros, propietarios de baños públicos, taxistas y proxenetas en general, según los estudios realizados por la Comisión Interamericana de Mujeres de la Organización de Estados Americanos (OEA) y otras fuentes.

Nueve poblaciones de la región son el asiento de la explotación abierta de más de 20 mil niñas y jóvenes, que llegan engañadas, inducidas o amenazadas.

Muchas cruzan la frontera, con o sin documentos, para trabajar como empleadas domésticas por 25 pesos diarios, y son despedidas antes de recibir el primer pago por supuesta incompetencia o hurto, según sus patrones.

La vileza de los episodios evoca los abusos que padecen los mexicanos que buscan sobrevivir en otras tierras, y resulta vergonzoso verlos repetidos aquí por nosotros mismos.

Esta situación se agrava todos los días, muy lejos de ser mitigada por las proezas legislativas que los senadores presumen haber logrado.

Es ingenuo pretender que una buena ley - si la hubiera - es suficiente para resolver el problema criminal de la magnitud del que nos ocupa, y que ya podemos dormir tranquilos.

El tráfico de personas y su explotación es un negocio millonario y rentable porque hay encubrimiento, tolerancia, omisión y debilidad de parte de las autoridades. Corrupción es su nombre.

El problema es más grave de lo que se denuncia porque hay ocultación de datos y de cifras, y porque todavía ni siquiera se ha destinado un área específica de gobierno para encararlo a pesar del estruendo y la indignación causados por casos como el denunciado en el libro “Los demonios del edén”, de Lydia Cacho, que involucra a empresarios, políticos y funcionarios.

Juan Miguel Petit, relator de la ONU sobre venta de niños, prostitución y pornografía infantil, sostiene que el comercio sexual de este tipo no es accidental, aislado o solitario, sino es un flagelo mayor que “no se arregla con penas más severas”, sino con la acción conjunta de Estado y sociedad, que va desde la educación sexual hasta la demolición de la repugnante cultura machista que acepta estas prácticas con naturalidad y no como delito. Ni como pecado ni como moralmente indebido, pues el relajamiento de las costumbres sólo nos alarma cuando alcanza límites insospechados.

En este campo, como en otros, la clave del éxito se sustenta en la misma regla: “Tolerancia cero” que es el mejor seguro contra el alza criminal en la prostitución.



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